miércoles, 20 de junio de 2012

En los márgenes

De las cosas que podemos experimentar, a casi todas ellas puede situárselas entre los angostos límites de la realidad, a casi todas se las puede atar, circunscribir a esos triviales nombres que son como perchas y que sirven para colgar nuestro entendimiento de la realidad: "acá", "allá", "arriba", abajo"... y por supuesto aquellos más triviales aún que pueden usarse tan sólo como referencia a algo que les es externo: "La vuelta de tal esquina", "debajo de tal árbol"... pero lo realmente curioso son los nombres del tiempo.
Los nombres que damos al tiempo son acaso menos llemativos: "Ahora", "mañana", "Los primeros 20 minutos del amanecer del lunes que viene"... son intentos de limitar, aunque fuese apenas dentro nuestro, a eso que se extiende y a todo lo alcanza, a todo se aferra y le confiere un soplo de vida que comienza y termina tarde o temprano dentro de sí.
Pero... ¿qué hay de aquellas cosas que no aceptan límites?
¿Qué decimos sino de aquello que es tan reacio a someterse al escrutinio de nuestra manía organizadora que, de hecho, rechaza incluso colgar un nombre sobre el atrbuto más fundamental de entre los cuales se constituye?
¿Qué decimos de aquello que habita más allá del tiempo?
O tal vez no más allá, sino a un costado, mejor dicho.
Hay cosas que no nacen, simplenente son encontradas, pues siempre estuvieron ahí desde el comienzo hasta que alguien avanza hacia ellas y permanece nadando dentro de ellas..
Las cosas al costado del tiempo interactúan con nosotros de maneras extrañas.
Dicen que hay relojes en que la arena cae de abajo hacia arriba hasta detenerse.
Dicen que hay canciones que duran cientos de años.
Todo este arte late oculto, muy debajo de la cáscara que vemos como las cosas.
Es por eso que en cualquier tarde, un rayo de sol que salpica de oro la habitación hace que el mundo se detenga por un instante en que la mente juega desde la infancia a la madurez, y es por eso también que un abrazo que puede durar horas transcurre en apenas unos segundos.
Al superponerse con nuestra realidad, la naturaleza de todo esto que no conoce límites, como remedio para cubrir el desfase, distorsiona las dimensiones de lo que conocemos, el tiempo y la vida se amoldan, a eso hasta entonces desconocido (pero encantador) que puede sentirse, aunque ya no a través de los sentidos.
¿Por qué limitar al "ahora" el poder de un abrazo? Si mucho después de apagarse sigue latiendo con fuerza, atrayendo nuestros brazos, hechos de pobre materia, hacia algo que consigue ser, fuera de todo lugar y época, sublime.
¿Por qué un sentimiento debiera tener una fecha de elaboración? Si es una condición ineludible, un estado de la naturaleza que simplemente transitamos cuando se nos presenta y que sigue allí luego de que lo atravesamos.

Los relojes que retroceden, la música eterna, los sentimientos por los que somos poseídos...

Son todas aquellas expresiones de lo incomprensible del tiempo, que se estira y se comprime; que hace insoportables las esperas y comprime los momentos que tanto ansiamos a una milésima de la vigilia que les precedió.

Si se pudiera apenas husmear desde el umbral a todas esas cosas, sin saltar dentro de ellas para poder experimentarlas...
Si se pudieran contemplar en simultáneo, a lo efímero y a lo eterno sin perder de vista sus detalles...

Hasta que eso pase, lo eterno seguirá apareciendo como burbujas en la superficie de lo efímero.

domingo, 11 de marzo de 2012

El tren que rompió el mundo y todo lo que pasó después.

Ultimo fragmento de mirada, y el tren que se aproxima rompiendo el mundo.
Suenan con el trino de tu voz unas últimas palabras, indiscernibles del ruido de fondo, sólo con los ojos, y leyendo cómo se doblan tus labios se logra adivinar que estaban hechas de caramelo, de dulce pulpa de ciruelas, de calor humano. Calor más que humano.
Finalmente nuestras manos se deslizan, rozan hasta desprenderse, tan triste como sólo puede serlo ver romperse un puente, un par de fragmentos que caen al vacío, del río, del tiempo, del silencio.
Finalmente tus pasos cruzan ese umbral móvil, se adentran en una cámara de vapores y de miradas que le son ajenas a todo, un mural viviente que repta y muta, y que al llegar a su destino último se desintegra, disolviéndose en la ciudad.
Mientras tanto, en el mundo que el tren rompió, fui humano, fui mosca, fui un fragmento de deseo hecho materia, fui de barro, argamasa, mármol y finalmente, piedra. Dura y fría piedra.
Pasan miles de años hasta lograr apartar la mirada.
Y es que las piedras, con el tiempo, se vuelven errantes, algo así como los fantasmas.
Me aparto de ese sitio vacío, donde tu aroma todavía perdura, donde quizás con algo de alquimia, la esencia que dejaste batiendo sus alas en ese aire pueda lograr reconstituirte.
A veces, cada tanto, lamento no ser alquimista.
De pronto el sol se apaga, y se hace de noche, y llueve, y hace frío.
Aparecen una escalera y una calle, ni siquiera saben que voy pisándolas.
Me alejo tan petrificadamente como puedo, hace frío, y hay viento, y llueve, y es de noche.
Miro los huecos de mis manos, otrora tan llenos con tu materia; como todo lo que toca lo que es más sagrado, nunca volverán a ser lavadas.
Hace frío, es de noche.
En unos pocos metros transcurre la historia del universo: todos los ruidos de todas las aguas, los abrazos que han roto las tinieblas de un corazón ansioso y postergado, las palabras hechas de caramelo y pulpa de ciruelas, los mosquitos, el césped, el olor a césped, el color del césped.
Hay mosquitos, y llueve.
Brota un suspiro como si una parte mía se declarara independiente y se arranca de mis pulmones, vuelve a entrar otra bocanada, aroma de saliva: mía, o tuya... lo mismo da.
Estás muy lejos, y estás acá.
Y estoy allá, y estás tan cerca.
Y estamos juntos, y ya no estás.
Y estás.

Y hace frío, y llueve, y nieva, y se duerme el mundo, y hay mosquitos, y es cruel verano todavía, y te vas, y nos vamos.

Y te extraño.

miércoles, 17 de agosto de 2011

Ella nunca pasaría desapercibida.

Una vez más terminó de apagar las luces con la ilusión de apagarse a si mismo y quedar dormido.
Algunos pasos en la oscuridad extendiendo los brazos, palmas hacia adelante para tantear las masas de la penumbra.
Metió su cuerpo bajo la frazada y comprimió la almohada con la cara, pero la mente se le escapó.
Se escapó como un pájaro cuya jaula amanece sin puerta.
Sobre el telón de sus ojos, que se tendía como una niebla uniforme e impenetrable, comenzaba a pintarse un paisaje que nunca se cansaría de recorrer.
Imaginaba vagamente, mitad dormido y mitad despierto, poder caminar por la cabeza de una cierta chica cuyo nombre no era una palabra, sino que más bien parecía estar compuesto de música.
Imaginaba una interminable pradera hecha de sus cabellos, a veces mas lacios, a veces mas crespos, aunque siempre igual de castaños. Un camino recto y frondoso que desembocaba mas allá del horizonte y en el cual el aire, tibio y perfumado, hacía ondear la superficie.
Mientras, con otro ojo, se remontaba a la vez que veía con atención sus labios, gracias a que ese bucle que ella siempre dejaba hacia un costado le otorgaba la facultad de ser invisible.
Recordó, ahora con un remoto casillero de la memoria, aquel instante cuando se vieron a los ojos, el mundo calló por un instante y luego las miradas huyeron al primer lugar disponible, como cervatillos asustados.
Pudo evocar entre las vueltas de su oído algunas palabras que le había oído decir, el sonido de su voz, esas ondas que agitan el aire mientras que ella se expresaba.
Traía nuevamente a la vida su expresión, su lenguaje, sus gestos, su manera de quejarse del mundo (Y que resultaba ser lo más encantador)...

Recordaba todo esto hasta que, con una inmensa felicidad, de alegría casi simiesca; pudo ser consciente de algo escurridizamente cierto: aunque el nombre por el cual la conocía quizás no fuese de todos el más bonito, o que sus labios tuvieran que esforzarse tal vez de más para entregar una sonrisa; que su mirada no fuese demasiado distinta a cualquier otra que cuantas pueden recibirse de parte de quien fuere; e incluso, quizás, que su voz fuese algo más aguda de lo que generalmente estaba dispuesto a aceptar... había una verdad:

Dondequiera que vaya, pase lo que pase... ella nunca pasaría desapercibida.

Sólo un tipo especial de personas puede tolerar darse cuenta de ello y aún así seguir perseverando en la misma dirección.

Casi sin saberlo sonrió.
De algún modo, secretamente escondido entre lo profundo de sus convicciones, descubrió que valdría la pena.

lunes, 25 de julio de 2011

Una visita

(Inspirado originalmente en una canción de Estelares)


Ese momento preciso del caer de las primeras luces del alba siempre, en toda fracción tiempo que corresponda al pasado (y en toda aquella que tan solo pueda situarse en el futuro) resulta el más particular de los espectáculos: Todo cuanto vemos de día, con toda su burda forma de existir, aparece por este fugaz momento alumbrado por las porosas luces de otros candiles, esbozado del mas delicioso modo por otros pinceles, pinceles más sutiles, ahogados de filigranas.

Contemplar el nacimiento de las sombras, y de las luces como recortes entre estas , la retirada de la noche densa, barrida por una herrumbrada aurora, un par de nubes que se incendian, y la ciudad...


Esa ciudad que de a poco atraviesa en reversa las fases de su letargo y en contra de su voluntad, va despertandose en capas.

Las mañanas han colmado ese espacio, siempre tan fascinantes, pero más aún cuando las noches de silencio, y solo de silencio, pueden sentirse hechas

Y ninguna noche, mis amigos, pudo haber contenido más silencios que aquella.


Nadie puede negar que aquella noche pasó que una parte nuestra decidió abandonarnos, tan de repente y en forma tan fría que se sintió claramente cómo algo, tal vez el último fragmento de eso que llaman felicidad, se desmoronaba crujiendo dentro del pecho. Y sus pedazos sueltos rasgaban agitandose hasta roer las venas.

A medida que las estrellas se apagan veo tu cara, veo muy lejos en tus ojos...

Mi amiga, ¡Oh! Amiga mía, ¿qué veo cuando te veo ahora? ¿Qué siento cuando te siento ahora?


Me acuerdo aterrado, como buscando refugio entre el hielo, de otros tiempos; de algunos raros tiempos con la perversa sensación de haberse desligado de todo correlato en la cronología de los hombres, quizás extrañamente cercanos por no lograr, pese al sacrificio, recordar nada entre aquello acaecido y lo que nos ha llevado hasta el día de hoy, quizás obra de una burlona fantasía, de una involuntaria ficción de la mente, pero definitivamente de otras vidas, vidas que parecen arrancados de las páginas de un libro sin nombre y con las páginas desnudas, olvidadas hasta el punto de parecer ajenas, en los cuales algunas de estas horas, estas mismísimas horas no nos envolvían con su frío, sino que servían tan solo para poder reír, parir de los labios una risa espontánea e interminable, para tocar esa música. En aquellos tiempos solíamos tener la seguridad plena de sabernos absolutamente equivocados ¿Y sabés que, querida amiga? No nos importaba en lo más mínimo.

Podíamos hasta barrer el piso con nuestras caras, como algo habitual. Como algo debido.

Y te miro ahora, miro esas manos... lo único que alcanzamos tocar es tal vez un respiro, hondo y ahogado, suave casi como un estertor mientras atravesamos el ventanal con la mirada, tomar un respiro, sí, oscuro y con el germen de un sollozo, mientras el pulso del tiempo late a través de nosotros haciendo creer que todo yace inerte alrededor, irremediablemente perdido.

De pronto un parpadeo.

La ciudad viene con sus ruidos, como es inevitable: desde la calma absoluta que en el principio dolía ahora se oyen algunas pocas y desafinadas bocinas a la distancia, algunos murmullos de quien pasa, la presencia de otras formas de vida se muestra inminente: los vecinos encendieron la radio.

Y sin embargo todavía el silencio, todavía el vacío de pensar que nunca más de tu boca saldrá ninguna palabra.

De pronto: un parpadeo.

No recuerdo como llegué a esta silla, solo sé que vine a visitarte como tantas otras veces y nos quedamos mirando por la ventana sin decir nada por una hora, o por dos... o por ciento cincuenta años quizás, no sabría discernir la diferencia.

Podría quedarme así para siempre, sin dormir, sin comer, y aun así no morir ¿cuanto más se puede acaso morir luego de esto?

Morir y seguir enloqueciendo aún después de muerto.

Sólo recuerdo ese infame momento en que mi cuerpo y este asiento quedaron ligados para siempre, indisolubles. Fue el momento exacto en que tus ojos me vieron así, tan golpeados como de ahora en más van a mirar por siempre; esos ojos tan vivos, ahora tan muertos, esos ojos armados con piezas rotas... Recuerdo quedar petrificado, convertido en una cáscara de polvo que sabe irrevocablemente que pronto soplará la brisa.

Ha muerto algo en tus adentros, y se ha llevado a algo en mí.

Ahora quizás sirva para quedar tan quieto como tu misma persona, y permanecer callado para ver pasar las lunas y los soles, y todos los astros en una sopa homogénea y gris enchastrando el cielo... y extrañar.

Sentir apagarse de un soplo todo el cosmos

¿Quién te ha matado aunque respires?

De pronto un parpadeo.

Extrañar algún terrible viaje, a las fauces mismas del infinito, ida y vuelta, frente a esta ventana que reemplaza ya mis ojos.

Haber llegado corriendo para nunca más tener que irme, por más que quieran llevarme, de tanto permanecer quietos nos envuelven las telarañas, nos aprietan con sus hilos.

Muy lentamente nos comen, por la mañana. Esta enorme mañana de cualquier hora.

Hace de pronto tanto frío.

Finalmente, un parpadeo.

viernes, 25 de marzo de 2011

Los ojos color castaño

Poder de pronto al día arrancarle la luz, como si de un remover alfileres se tratara, eso sí que puedo hacerlo.
Que sin más que pensarlo las flores evadan sus colores hasta ser cáscaras mustia, eso también.
Dejar opacos al sol, a las estrellas, al cielo con sus nubes, a la filigrana cristalina de la lluvia, al fragor carmesí en el seno de las arterias, todo eso es tan sólo cuestión de capricho, simple e inmediato capricho.
Pues siempre llevo en mi mente los engranes de una máquina que de vez en cuando echa a andar. Y cuando esas piezas se mueven; es entonces que pasa: de golpe, se abre un inmenso abismo, que a todo eso, sin contemplación lo traga, como se pierde una hoja en una catarata, un hueco ajeno a toda medida, más grande aún que las ideas, que las civilizaciones, que los nombres que encontramos para eso que no podemos nombrar; un hueco oscuro y misterioso, colmado hasta la orilla, como un volcán con un silencio puro, un hueco hecho de paz.
Un hueco de cristal.
Esa es la antesala del hueco de tus pupilas.
Recuerdo haberlo visto una vez, atravesado por un rayo de luz, los confines de la realidad y la fantasía comenzaron a fundirse: Alumbrado y resplandeciente el iris, del color de la madre tierra, como una llanura de dulces encajes bañada por un río de oro, y en el centro el abismo hermoso e infinito.
Recuerdo haberlo visto una vez, no en el mundo real por cierto, fue en un recuerdo, en el cual había una foto, dentro de un sueño: recuerdo mirar perplejo e hipnotizado, para de pronto sentirme caer. Caer dentro de esos ojos, barrido por una nueva física, más fuerte y benigna que cuantas otras hubiere, sentir arder la piel y el alma, erosionadas por lo bello de aquel sitio.
Desde entonces fue todo caer, caer hasta disolverse, disolverse hasta desaparecer... desaparecer hasta despertar.
Recuerdo haber mirado al abismo de frente muchas veces, sin que nada más importara, ser aspirado por el vórtice y no ser por un momento más que una boca que, absorta, solo sabe balbucear.
Cuántas veces te he observado andar despreocupada y sin sospechar siquiera que muy dentro del núcleo de esos dos ojos como bellotas, por los que el mundo se anuncia devoto ante tu ser, se esbozan los trazos de fuerzas aún desconocidas, indeciblemente fuertes. Será por eso quizás que a través de allí, y sólo a través de allí el universo hace rotar su eje.

martes, 22 de marzo de 2011

Tizne.

(Dedicado a Mademoiselle Culiperina en virtud de la incalculable estima que le tengo y en agradecimiento a su valiosa motivación)

En la modernidad, es de uso corriente el caminar: pues en un contexto dentro del cual gracias a las maravillas del transporte cerca y lejos ya no son aseveraciones respecto de distancias, sino que en cambio se han transformado en una aproximación sobre una cantidad de tiempo. Por otro lado, todo el mundo que ha nacido dentro de la modernidad y también aquellos cuya existencia se ha prolongado hasta llegar a la misma sabe que el tiempo es un recurso escaso, grotescamente limitado, y cuyo derroche es a todas luces irreversible, por lo cual el tiempo que no se emplea es tiempo que irremediablemente se pierde, pero a diferencia de otros recursos más mundanos y medibles, no puede ser recuperado en subastas, no se ofrece en medida generosa al abrir una canilla ni es susceptible a ser comprado en farmacias ni en supermercados chinos; de hecho,si alguien pudiera regresar el tiempo para envasarlo y colocarlo en una batea y además tener las piernas suficientes para correr lo suficientemente rápido como para patentar el procedimiento, sin dudas estaríamos ante el nacimiento de un imperio comercial.
No obstante...
En la modernidad, es de uso corriente el caminar: pues en un contexto dentro del cual gracias a las maravillas del transporte, cerca y lejos ya no son aseveraciones respecto de distancias, sino que en cambio se han transformado en una aproximación sobre una cantidad de tiempo. Y es que, de hecho, algunas cuantas veces no alcanza el tiempo, y sin embargo, otras tantas veces, todo lo que es tiempo parece ser que sobra . Sobre la base de esta asimetría, a caballo entre la prisa y la calma es que la mente humana pende en (y pierde a veces el) estado de frágil equilibrio.
¿Cómo contrastar entonces...
Los despertares vertiginosos de una mañana teñida en cafeína, correr eyectado por el reloj detrás de los trenes, y luego de los autobuses, para verse obligado, en el afán de robar segundos a tragar más de lo que se puede masticar, teclear más rápido de lo que se piensa y, en definitiva, perderse engullido en la gris marea de la multitud, ese ser que se arrastra sobre sí, que murmura, avanza, retrocede, se disuelve y se reagrupa, que muere y se regenera, día tras día, siempre fluctuante, y sin embargo, hecho de sí mismo un solo espíritu tieso... con otras mañanas muy distintas.
Con esos despertares estériles, no menos pesados, despertares comatosos cuyos cauces desembocan en dos limbos, el limbo de la mente que reposa inerte, en blanco, y el limbo del cuerpo que decae y envejece completamente entumecido, despertares de esos las cuales las 8 y las 12 están separadas apenas apenas por quince minutos...
E incluso despertares de sueños profundos, de esos que apabullan a la realidad, sueños a los que es siempre preferible volver y alquilarse una casita.
En la modernidad, es de uso corriente el caminar: pues en un contexto dentro del cual gracias a las maravillas del transporte, cerca y lejos ya no son aseveraciones respecto de distancias, sino que en cambio se han transformado en una aproximación sobre una cantidad de tiempo. Es así que en la tan querida modernidad las pobres distancias no tienen a quien pedir amparo: se cuenta que hubo un tiempo en que los pastizales solían tragarse los caminos, como se cura una cicatriz, un tiempo en el cual de noche callaban las luces para desnudar el espinazo de la noche, un tiempo con otras mareas, menos grises, y con limbos más suaves, que quizás herían, pero sin mutilar. Fue la idea de llegar primero o la de llegar antes la que fue volcando la balanza a favor del tiempo y en desmedro del espacio, pobre espacio, que quedó degrdado apenas a ser una película repetida y con texturas visible casi exclusivamente a través de las ventanillas. No, no fue culpa de nadie, hacerlo así era preciso y todo mundo aplaudió, conectar se hizo deseo, el deseo se hizo real, y simplemente a nadie pareció incomodar. En un abrir y cerrar los ojos, lo mágico de otros lugares podía quedar impregnado en nuestra piel, así de simple, pegado, como la arena.
Pero en un momento fue incómodo sentir arena dentro del zapato, y así el mundo quedó enfrascado, la arena de esa magia capturada dentro de una ampolleta no era ya otra cosa mas que un ordinario reloj.
Pobres distancias, eviscerado de su seno el par de cerca y lejos, quizás por ahora, quizás para siempre...
"Vive de acá a 13 cuadras, son 15 minutos" el discurso del autómata que es sólo reflejo, sólo ponderación.
Pobre espacio ya vacío y plano, se han olvidado de ti. Y pensar que alguna vez el mundo asomó la cabeza para entrar en conciencia de lo infinito de tus paisajes, de lo profundo de tus perfumes, de lo armonioso de tus melodías, y hoy yaces allí cubierto del tizne cruel de la indiferencia, que todo lo roe, que todo lo mata.
En la modernidad, es de uso corriente el caminar; ya no como distancia ni como tiempo alguno, sino como algo más.
Algo más que si no puede estar por encima siempre estará por debajo, y que si no tolera estar un escalón mas abajo romperá los velos de su inferioridad para situarse encima: encima de todo tiempo, encima de todo espacio.
En la modernidad es de uso corriente el caminar, pues es quizás la manera más sencilla de dar con uno mismo al cabo de unos pasos, basta apenas con deslizar unas pisadas sobre el cemento, la tierra o la hierba para levantar las volutas de los recuerdos, para remover un poco ese tizne pegado en los átomos de la existencia. Apenas un vistazo en el camino y nos convertimos en parte de él, cada textura invade el tacto, el viento hace castañear las hojas del otoño; en esa misma calle, de la que uno es protagonista, invaden de pronto otras escenografías de la memoria, fuegos artificiales de las navidades, conversaciones en las esquinas, las formas curiosas de las nubes, música escapando por una ventana, quizás los charcos que alguna lluvia dibujó, el resplandor vago de un farol con la neblina abigarrada sobre él, el crujido de la escarcha...
En la modernidad es de uso corriente el caminar... es de uso corriente volver al origen, para lustrar un poco lo gastado del mundo, para vengarse de la movilidad inerte. Para ser uno de vuelta... con uno mismo.

martes, 25 de enero de 2011

Nosotros

(Dedicado a Nicolás Domínguez Frasquet)

A veces, con frecuencia -y esto es más frecuencia de la que uno puede voluntariamente percatarse-, cuando las preocupaciones de pronto se disipan, y también muy por el contrario cuando se aglutinan para hacerse densas; tal vez por la fuerza de los sabios e inextricables mecanismos del instinto, o quizás también por la bella simplicidad de la inercia, la mirada se entumece sobre lo primero que se tiene a mano, y algo familiarmente extraño suele ocurrir: Todos sabemos como es... la mente se dilata hasta más allá de la frontera de la percepción, la visión estereoscópica comienza a diluirse, se cruzan los ojos, se mezclan las siluetas... el mundo entero se desdibuja.
Y así, sin advertencia alguna de ningún tipo, en el momento preciso en que el mundo guarda silencio y quietud, se dispara un sentido extraordinario: el que anula al resto de los sentidos.

Dura apenas por unos segundos, no precisa de más tiempo que para hacerse presente, es entonces y solo entonces que comienzan a borrarse las fronteras: Desde dentro de los oídos una burbuja que se tiende sobre el aire, comienzan los últimos signos de tiempo/espacio a sentirse trémulos y las pupilas se engrosan de brillo.
Es el sentido de la evocación.
Quién sabe cómo evolucionó en cada uno de nosotros... por que será que está aquí, bajo el cráneo atornillado; ¿Será que el precio por el peso del mundo justamente no poder abarcarlo todo? ¿Es algún tipo de consuelo poder recorrer sus rincones, aunque sea, con la mente? ¿Qué sería de la vida sin poder evocar?
Aquello que nos ha pasado por la piel, habiendo dejado caricias, o magulladuras o habiendo desgarrado hasta mutilarla... también aquello que pudo haber sido y nunca logró romper el umbral de la hipótesis, solo para alojar un vacío entre las vitrinas de la alegría, como una espina hecha de hielo; y aquello de lo cual nunca hemos estado seguros, de todas las fantasías, de los recuerdos que ya no pueden discernirse entre rastros de sucesos reales y vestigios de anhelos idos...
Ni bien comienza a despertarse, acuden en estampida, con el brío del cosmos entero: el color de las flores, el rechinar en las bisagras de las puertas del olimpo, los aromas del primer beso, los tiros penales por encima del larguero, el ángulo de las sombras, las hojas que se arremolinan en un jirón de viento, el polvo suspendido en un haz de luz, los hilos de una camisa, un helado de frambuesa, el pie descalzo sobre el piso frío, un atardecer, y otro, y otro más, los bancos en el parque, un puñado de canciones, una caída en la bicicleta, un minúsculo e invaluable tesoro, las charlas con los amigos, el tictac de los relojes, una taza de café con leche, la cama que sirve de refugio ante la pesadilla de la vigilia.
Y mientras tanto... parece ser que el mundo sigue ahí... y en esos 10 segundos de vida hemos visto pasar todo ese tren evocativo... nos hemos vuelto infinitesimalmente más sabios y sensatos y a modo de premio, hemos recorrido mucho, muchísimo más que quien ha permanecido quieto.
Evocación e ilusión son en el fondo una misma cosa, la receta de uno lleva más fe que la de otro, pero el gusto es bastante parecido, gusto a anhelo acaramelado.

Evoco a menudo conoceros algún día...

No obstante, el tiempo, ese mismo tiempo que hacia atrás es tan transparente y a veces cristalino, hacia adelante es tan solo tinieblas con un par de líneas vacilantes, como lo es el túnel del tren.

Es por eso que hasta entonces, allende tanta agua, te guardo con esmero un jirón de viento con hojas de colores, el banco de un parque y unos cuantos rayos empolvados con ese oro que transpira de la tierra.


Quizás... hasta un helado de Frambuesa

¿por qué no?

Te quiero mucho, humano :)