miércoles, 20 de junio de 2012
En los márgenes
Los nombres que damos al tiempo son acaso menos llemativos: "Ahora", "mañana", "Los primeros 20 minutos del amanecer del lunes que viene"... son intentos de limitar, aunque fuese apenas dentro nuestro, a eso que se extiende y a todo lo alcanza, a todo se aferra y le confiere un soplo de vida que comienza y termina tarde o temprano dentro de sí.
Pero... ¿qué hay de aquellas cosas que no aceptan límites?
¿Qué decimos sino de aquello que es tan reacio a someterse al escrutinio de nuestra manía organizadora que, de hecho, rechaza incluso colgar un nombre sobre el atrbuto más fundamental de entre los cuales se constituye?
¿Qué decimos de aquello que habita más allá del tiempo?
O tal vez no más allá, sino a un costado, mejor dicho.
Hay cosas que no nacen, simplenente son encontradas, pues siempre estuvieron ahí desde el comienzo hasta que alguien avanza hacia ellas y permanece nadando dentro de ellas..
Las cosas al costado del tiempo interactúan con nosotros de maneras extrañas.
Dicen que hay relojes en que la arena cae de abajo hacia arriba hasta detenerse.
Dicen que hay canciones que duran cientos de años.
Todo este arte late oculto, muy debajo de la cáscara que vemos como las cosas.
Es por eso que en cualquier tarde, un rayo de sol que salpica de oro la habitación hace que el mundo se detenga por un instante en que la mente juega desde la infancia a la madurez, y es por eso también que un abrazo que puede durar horas transcurre en apenas unos segundos.
Al superponerse con nuestra realidad, la naturaleza de todo esto que no conoce límites, como remedio para cubrir el desfase, distorsiona las dimensiones de lo que conocemos, el tiempo y la vida se amoldan, a eso hasta entonces desconocido (pero encantador) que puede sentirse, aunque ya no a través de los sentidos.
¿Por qué limitar al "ahora" el poder de un abrazo? Si mucho después de apagarse sigue latiendo con fuerza, atrayendo nuestros brazos, hechos de pobre materia, hacia algo que consigue ser, fuera de todo lugar y época, sublime.
¿Por qué un sentimiento debiera tener una fecha de elaboración? Si es una condición ineludible, un estado de la naturaleza que simplemente transitamos cuando se nos presenta y que sigue allí luego de que lo atravesamos.
Los relojes que retroceden, la música eterna, los sentimientos por los que somos poseídos...
Son todas aquellas expresiones de lo incomprensible del tiempo, que se estira y se comprime; que hace insoportables las esperas y comprime los momentos que tanto ansiamos a una milésima de la vigilia que les precedió.
Si se pudiera apenas husmear desde el umbral a todas esas cosas, sin saltar dentro de ellas para poder experimentarlas...
Si se pudieran contemplar en simultáneo, a lo efímero y a lo eterno sin perder de vista sus detalles...
Hasta que eso pase, lo eterno seguirá apareciendo como burbujas en la superficie de lo efímero.
domingo, 11 de marzo de 2012
El tren que rompió el mundo y todo lo que pasó después.
miércoles, 17 de agosto de 2011
Ella nunca pasaría desapercibida.
lunes, 25 de julio de 2011
Una visita
(Inspirado originalmente en una canción de Estelares)
Ese momento preciso del caer de las primeras luces del alba siempre, en toda fracción tiempo que corresponda al pasado (y en toda aquella que tan solo pueda situarse en el futuro) resulta el más particular de los espectáculos: Todo cuanto vemos de día, con toda su burda forma de existir, aparece por este fugaz momento alumbrado por las porosas luces de otros candiles, esbozado del mas delicioso modo por otros pinceles, pinceles más sutiles, ahogados de filigranas.
Contemplar el nacimiento de las sombras, y de las luces como recortes entre estas , la retirada de la noche densa, barrida por una herrumbrada aurora, un par de nubes que se incendian, y la ciudad...
Esa ciudad que de a poco atraviesa en reversa las fases de su letargo y en contra de su voluntad, va despertandose en capas.
Las mañanas han colmado ese espacio, siempre tan fascinantes, pero más aún cuando las noches de silencio, y solo de silencio, pueden sentirse hechas
Y ninguna noche, mis amigos, pudo haber contenido más silencios que aquella.
Nadie puede negar que aquella noche pasó que una parte nuestra decidió abandonarnos, tan de repente y en forma tan fría que se sintió claramente cómo algo, tal vez el último fragmento de eso que llaman felicidad, se desmoronaba crujiendo dentro del pecho. Y sus pedazos sueltos rasgaban agitandose hasta roer las venas.
A medida que las estrellas se apagan veo tu cara, veo muy lejos en tus ojos...
Mi amiga, ¡Oh! Amiga mía, ¿qué veo cuando te veo ahora? ¿Qué siento cuando te siento ahora?
Me acuerdo aterrado, como buscando refugio entre el hielo, de otros tiempos; de algunos raros tiempos con la perversa sensación de haberse desligado de todo correlato en la cronología de los hombres, quizás extrañamente cercanos por no lograr, pese al sacrificio, recordar nada entre aquello acaecido y lo que nos ha llevado hasta el día de hoy, quizás obra de una burlona fantasía, de una involuntaria ficción de la mente, pero definitivamente de otras vidas, vidas que parecen arrancados de las páginas de un libro sin nombre y con las páginas desnudas, olvidadas hasta el punto de parecer ajenas, en los cuales algunas de estas horas, estas mismísimas horas no nos envolvían con su frío, sino que servían tan solo para poder reír, parir de los labios una risa espontánea e interminable, para tocar esa música. En aquellos tiempos solíamos tener la seguridad plena de sabernos absolutamente equivocados ¿Y sabés que, querida amiga? No nos importaba en lo más mínimo.
Podíamos hasta barrer el piso con nuestras caras, como algo habitual. Como algo debido.
Y te miro ahora, miro esas manos... lo único que alcanzamos tocar es tal vez un respiro, hondo y ahogado, suave casi como un estertor mientras atravesamos el ventanal con la mirada, tomar un respiro, sí, oscuro y con el germen de un sollozo, mientras el pulso del tiempo late a través de nosotros haciendo creer que todo yace inerte alrededor, irremediablemente perdido.
De pronto un parpadeo.
La ciudad viene con sus ruidos, como es inevitable: desde la calma absoluta que en el principio dolía ahora se oyen algunas pocas y desafinadas bocinas a la distancia, algunos murmullos de quien pasa, la presencia de otras formas de vida se muestra inminente: los vecinos encendieron la radio.
Y sin embargo todavía el silencio, todavía el vacío de pensar que nunca más de tu boca saldrá ninguna palabra.
De pronto: un parpadeo.
No recuerdo como llegué a esta silla, solo sé que vine a visitarte como tantas otras veces y nos quedamos mirando por la ventana sin decir nada por una hora, o por dos... o por ciento cincuenta años quizás, no sabría discernir la diferencia.
Podría quedarme así para siempre, sin dormir, sin comer, y aun así no morir ¿cuanto más se puede acaso morir luego de esto?
Morir y seguir enloqueciendo aún después de muerto.
Sólo recuerdo ese infame momento en que mi cuerpo y este asiento quedaron ligados para siempre, indisolubles. Fue el momento exacto en que tus ojos me vieron así, tan golpeados como de ahora en más van a mirar por siempre; esos ojos tan vivos, ahora tan muertos, esos ojos armados con piezas rotas... Recuerdo quedar petrificado, convertido en una cáscara de polvo que sabe irrevocablemente que pronto soplará la brisa.
Ha muerto algo en tus adentros, y se ha llevado a algo en mí.
Ahora quizás sirva para quedar tan quieto como tu misma persona, y permanecer callado para ver pasar las lunas y los soles, y todos los astros en una sopa homogénea y gris enchastrando el cielo... y extrañar.
Sentir apagarse de un soplo todo el cosmos
¿Quién te ha matado aunque respires?
De pronto un parpadeo.
Extrañar algún terrible viaje, a las fauces mismas del infinito, ida y vuelta, frente a esta ventana que reemplaza ya mis ojos.
Haber llegado corriendo para nunca más tener que irme, por más que quieran llevarme, de tanto permanecer quietos nos envuelven las telarañas, nos aprietan con sus hilos.
Muy lentamente nos comen, por la mañana. Esta enorme mañana de cualquier hora.
Hace de pronto tanto frío.
Finalmente, un parpadeo.